Hace aproximadamente 66 millones de años, la vida en la Tierra cambió para siempre. Un evento catastrófico acabó con cerca del 75% de las especies vivas, incluidos los famosos dinosaurios no avianos. Este suceso, conocido como la extinción del Cretácico-Paleógeno (K-Pg), es considerado la última de las cinco grandes extinciones masivas de nuestro planeta y marcó el fin de la Era Mesozoica, también llamada la Era de los Dinosaurios, para dar inicio a la Era Cenozoica, la era en la que los mamíferos comenzaron a dominar.

La causa más aceptada de esta extinción masiva es el impacto de un asteroide, un objeto cósmico que transformó el planeta en cuestión de minutos. Este asteroide, con un diámetro estimado de entre 10 y 15 kilómetros —más grande que el Monte Everest—, impactó en lo que hoy es la costa de la Península de Yucatán, México. Allí, dejó una huella imborrable en forma del cráter de Chicxulub, de entre 180 y 200 km de diámetro.
La energía liberada por el impacto fue equivalente a más de mil millones de bombas nucleares, o 50,000 veces más poderosa que el terremoto de Sumatra en 2004. Se estima que su magnitud superó el nivel 11 en la escala de Richter. Las consecuencias fueron inmediatas y devastadoras: incendios forestales globales, tsunamis de hasta 1,600 metros de altura, lluvias ácidas, y una nube de polvo, hollín y gases que bloqueó la luz solar durante años.

La evidencia de este impacto ha sido encontrada no solo en el cráter de Chicxulub, sino también en sedimentos de todo el mundo. Se han detectado altos niveles de iridio —un metal raro en la corteza terrestre pero abundante en asteroides—, así como otros metales del grupo del platino. También se han estudiado fragmentos de roca de hasta 130 metros extraídos del cráter, que revelan la secuencia precisa de lo ocurrido en las horas y días posteriores al impacto.
El impacto arrojó miles de millones de toneladas de material a la atmósfera, generando un “invierno global” en el que las temperaturas promedio cayeron hasta 20 °C durante más de 30 años. La fotosíntesis se interrumpió durante casi dos años completos, colapsando la cadena alimenticia terrestre y marina. Además, la atmósfera se llenó de dióxido de carbono, vapor de agua y dióxido de azufre, lo que provocó lluvias ácidas y un enfriamiento climático aún más severo. La ausencia de azufre en la roca del cráter sugiere que este fue liberado a la atmósfera en forma de gases tóxicos.
Aunque la hipótesis del impacto es la más aceptada, no está sola. Algunos científicos han señalado que la actividad volcánica en las Trampas de Deccan, en lo que hoy es India, pudo haber contribuido al deterioro ambiental. También se ha propuesto que cambios climáticos preexistentes ya habían debilitado a muchas especies, especialmente a los grandes dinosaurios, haciéndolos más vulnerables al golpe final.
El resultado fue un colapso masivo de la biodiversidad. Se extinguieron cerca del 70% de las especies marinas y terrestres, y en el caso de los mamíferos, nueve de cada diez especies desaparecieron. Los dinosaurios no avianos —como el Tyrannosaurus rex, Triceratops, y otros de cuello largo, pico de pato o cuerpo acorazado— no lograron sobrevivir. Sin embargo, algunas aves, descendientes directos de ciertos dinosaurios, sí lograron adaptarse y sobrevivir.

¿Por qué sobrevivieron algunos y otros no? Una de las claves parece haber sido el tamaño. Los mamíferos de la época eran pequeños, del tamaño de una musaraña o un ratón, lo que les permitió reproducirse rápidamente, esconderse en madrigueras y alimentarse de una dieta variada. Muchos de ellos vivían bajo tierra, donde estaban mejor protegidos del calor del impacto, de los incendios y del frío extremo posterior. Su capacidad de alimentarse de semillas, insectos o lo que encontraran fue vital, especialmente en un mundo donde la vegetación había prácticamente desaparecido.
Este momento marcó el inicio de una nueva etapa evolutiva. Con los dinosaurios fuera del camino, los mamíferos comenzaron a diversificarse rápidamente, ocupando los nichos ecológicos que habían quedado vacíos. En cuestión de pocos cientos de miles de años —un parpadeo en términos geológicos— aparecieron animales como el Ectoconus, que llegó a pesar más de 100 kg. Curiosamente, aunque sus cuerpos crecieron, el tamaño de sus cerebros no aumentó al mismo ritmo, lo que indica que la inteligencia no fue un factor determinante para la supervivencia inmediata, sino más bien la eficiencia biológica y la adaptabilidad.
La recuperación de la vida fue sorprendentemente rápida. En el propio cráter de Chicxulub, los organismos bentónicos —los que viven en el fondo marino— comenzaron a recolonizar en solo décadas, y en menos de 700,000 años, la diversidad y abundancia ya se había restablecido por completo.

Con el paso de millones de años, los mamíferos evolucionaron en formas cada vez más complejas y variadas: ballenas, felinos, roedores, ornitorrincos, simios… y eventualmente los humanos. De hecho, nuestra especie apareció unos 65 millones de años después de aquel día que terminó con los dinosaurios.
La historia de la extinción del Cretácico-Paleógeno no solo es un testimonio del poder de los eventos cósmicos, sino también una lección sobre la fragilidad y la resiliencia de la vida. Si el asteroide hubiera impactado en otro lugar, si los dinosaurios hubieran sido más pequeños o más versátiles, quizá nosotros no estaríamos aquí para contarlo. La evolución no sigue un guion: es un camino lleno de azar, adaptaciones y oportunidades inesperadas.